Empezó hace muchos años. Pero en realidad aún antes.
Hospedados en un lujoso hotel con dos familias que por ese entonces podían ser calificadas como amigas [ya que llegamos al punto de compartir las vacaciones], un día se nos ocurrió [se les ocurrió, pero no se trata de créditos] subir a la terraza del hotel utilizando el ascensor con el simple motivo de ver el sol caer. Toda la experiencia tenía algo de prohibido. Daba la impresión de no estar pensado ese último piso para ser caminado por los huéspedes.
Al salir del ascensor nos encontramos con un pasillo recubierto por rejas en forma de rombos. Y el cielo estaba naranja. Resultó que ese piso no estaba, de hecho, pensado para ser visitado ya que carecía de la iluminación necesaria. A medida que el sol iba desapareciendo, la luz abandonaba el pasillo. Ya no se veía siquiera el ascensor ni las caras de las personas que también estaban ahí, contra la reja. Sólo había un cielo rojizo que hubiera sido liso de no ser por los rombos del enrejado. Me acercaba lo más posible, pero no lograba evitar el alambre. Tal vez entonces fue que inconscientemente relacioné algo anterior. O lo relaciono ahora y le doy sentido a mi problema actual.
Años antes, en una localiad chilena cuyo nombre no recuerdo, mis papás nos llevaron a ver el atardecer en el Pacífico. Según ellos era un gran evento: en casa sólo se puede ver el amanecer enmarcado por el mar. Para mi eso tenía bastante poco sentido, así que no presté demasiada atención al panorama del cielo, pero sí a la iluminación que nos cubría al lado del coche [alquilado?]. Naranja? Rojizo, cálido... y en paz. Es una imagen que me quedó grabada y todo el tiempo se le ocurre andar volviendo.
Al tiempo entendí que la luz del atardecer me encanta. Que amo la vista del mar perdiéndose más allá del horizonte. Y que había perdido la única oportunidad de unir ambos placeres simplemente por no entender lo que eran el este y el oeste. Siempre que sale el recuerdo de Chile pido que por favor volvamos, tal vez para poder apreciar eso que perdí.
Pero no culpo a terceros por habérmelo perdido. Varias veces me repitieron que prestara atención al sol ahogándose. Y yo no.
Así que me encargué de armarme mi propio castigo. La culpa por no haber entendido algo hermoso en el momento en el que sucedía, por haber vivido un "aquí y ahora" aparentemente errado o incompleto. Desde esa tarde-noche transcurrida en una terraza de Foz do Iguazú, todos los atardeceres que ví en mi vida estuvieron truncados. En mi pieza, con la persiana apenas un poco levantada, por los espacios entre las maderas, me esfuerzo por ver un atardecer que nunca consigo. Nada me impide levantar la persinana, nada me impide ir a un lugar donde pueda ver sin obstáculos, simplemente no lo hago. Por no haberlo apreciado cuando era más hermoso, o por no querer saber que debajo no está el mar. No lo hago.
Entonces sí, amo los atardeceres. Me fascinan los tonos que forman sus luces sobre distintas superficies. Pero nunca ví uno.
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