Érase un no ser. Sólo un contorno, una superficie pintada completamente disimulando el hueco. Al moverse, el desplazamiento resultaba simple dando una sensación por demás de liviandad. Liviandad del yo -del yo que no era, pero tampoco había uno que sí fuera-. Esa forma de conducirse le había valido para notarse inexistente, pero a la vez camuflarse: nada menos sospechoso que alguien a quien nada le importa. Porque claro, lo liviano no se expresa sólo en el andar, sino en actitudes y reacciones o, como en este caso, falta de las mismas.
Con perfil bajo iba recorriendo las situaciones que como ente con relleno se le exigía vivenciar, y pensaba para sus adentros [que tanto espacio tenían para pensar todo lo que quisiera -aunque contadas veces lo hacía-] que la fina capa que permitía el discernimiento entre ella y el resto del universo debía ser de yeso o algún material similar por lo duro que se notaba al golpear y por lo liso que permanecía al intentar cortar. Estas especulaciones no la llevaron siquiera a su comprobación, ya que nada la motivaría a investigar o inverstigarse. Lo único casi importante era que la superficie no lograba producirse [porque ella era, al fin y al cabo, esa superficie] mayor daño.
Inercialmente interactuaba con quienes se creían pares y ninguno [para su propio bien mental/moral] notó jamás la diferencia entre ellos, "los rellenados", y "la que no era". Puede suponerse entonces que las emociones superficiales que demostraba pasaban por tan profundas como las que provenían de un rico interior. Una sensación de asco la recorría cada vez que notaba esto. Asco, porque debería denunciarse en su estado para que aquellos sujetos dejaran de engañarse a sí mismos, porque la idea de intercambiar discursos con esos seres sólo para que comprendieran lo que acontecía [mejor dicho, lo que no acontecía] delante suyo la exhaustaba. Y también porque sabía del argumento refutador que esgrimirían orgullosos de su paupérrimo razonamiento de estopa: ¿cómo saber que donde ella tenía vacío los demás tienen algo?
Claro que estaba al tanto porque lo recordaba, sabía una diferencia cronológica de un antes y un después, simplemente no podía establecer un punto específico de inflexión. Creía que, en algún andar, habría pisado alguna vez un clavo. Y el hoyo que este dejara habría sido la puerta de salida de todo el relleno que alguna vez había estado allí dentro. Lo que no cerraba en esa versión era que ahora el yeso no cediera ante golpes o filos, pero tener una planta de Aquiles le parecía mejor opción que buscar otra explicación.
Sin embargo, ¿dónde estaba aquella memoria? Sin duda albergada en el reverso del yeso, pues no había otra superficie para sostenerla. Por lo tanto, siempre que veía sus dedos, los entendía más como bolsas de residuos mnémicos.
Así que por ese hueco, que por cierto nunca buscó, se había ido la ella que todos conocían y cuya ausencia nadie jamás se molestaría en notar.
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