miércoles, octubre 29, 2014

Rant

Esto es un rant. Un rant sobre mi humor los días de lluvia, escaleras mecánicas y la horrible, horrible humanidad.

Puede que todo sea una acumulación de situaciones. Puede que todo haya empezado a la noche anterior, cuando el viento hacía silvar y golpear las persianas recién colocadas de modo que llegué a convencerme, entre ligerísimos sueños, de que serían arrancadas para siempre dejando los vidrios de las ventanas a merced de ráfagas que los harían estallar. Estallar en mi dirección. Imposible dormir cuando el peligro está tan cerca como la alucinatoria certeza de que tirar de una cinta hacia arriba o abajo puede inclinar la balanza de la simple tormenta a la tragedia. Moví las persianas tantas veces como pude. Ninguna posición era la correcta.

Cuando el despertador sonó, había dormido cuatro horas. Y llovía. Es decir: seguía lloviendo. No hubo café que pudiera con tanto mal humor. Llegar al trabajo tarde me pareció el menor de los problemas. Viajé en subte, combiné en medio de la humedad, llegué. Pasé el día sintiendo desde desinterés hasta desprecio por casi absolutamente todo. Navegué en internet terminando de algún modo siempre en algo negativo. Violaciones, abusos de personas a personas, de instituciones a personas. Todo era negatividad. Todo merecía, como mínimo, mi desprecio. Que tan natural me salía.

En algún momento había que irse, volver a casa. Y para eso volver a pasar por el exterior que, con intervalos suficientes como para evitar el acostumbramiento, tronaba a modo de recordatorio. Cuando ya no caía agua y decidí iniciar el regreso, ni siquiera sabía por qué medio de transporte optar. Suelo elegir el subte, combinar y llegar rápido. Pero la humedad y lo mojado de todo me desalentaban. Sin contar que la línea a la que podía caminar evitando la combinación era la única con demora. Tomar un colectivo era claramente la peor opción: lluvia y hora pico son la dupla del horror. Finalmente opté por caminar mucho y esperar sólo el subte con demora, sólo el que me llevaría directo, confiando en que la caminata me sacaría el mal humor.

Dos cuadras después ya era evidente. El nubarrón no se iría caminando. Ejecuté el plan de todos modos. Esquivando gente y charcos, caminé 10 cuadras evitando seguir el impulso de golpear con el paraguas a los autos de decidían menospreciar el lugar del peatón en esa peatonal-pero-no del centro.

Llegué a la cabecera y el cartel luminoso afirmaba lo que temía. La caminata no había dado tiempo para normalizar el servicio, la línea seguía con demora.
Así que bajé la escalera simulando para mí misma que la diferencia de al menos diez grados de temperatura no me hacía querer salir corriendo, pasé un segundo cartel anunciando la demora y luego los molinetes. Entré a la escalera mecánica para descender al andén.

Ahora, yo no soy la persona más relajada. Eso está claro. Me irritan quienes caminan erráticamente bloqueando el paso por veredas, me irritan quienes llevan sus pertenencias despreocupados por cómo afectan al resto del mundo que intenta transitar el mismo espacio, y me molestan también, desde siempre, quienes se frenan del lado izquierdo en las escaleras mecánicas.
Siempre me pregunté qué se sentirá estar en la cabeza de ese cretino, el primero, que tiene el camino libre y no avanza. Y mira hacia atrás, comprende perfectamente que hace las veces de tapón para el flujo de pasajeros. Y aun así, no se mueve. Tiene incluso, a veces, en los peores casos, espacio para acomodarse sólo un escalón más arriba holgadamente a la derecha. Pero no. Ve a la persona apurada, nerviosa, inquieta, entre la masa de cabezas escalones más abajo. Así y todo, no. Decide ignorar la situación. Decide que los motivos de otro son siempre menospreciables. Entonces: no. Su espacio, su fortaleza, su fuente de poder.

Con la mentalidad ya habituada a estas líneas de pensamiento y mi particular humor en ese momento, tengo que decir que lo que sucedió entonces fue un enorme logro por parte de mi instinto de convivencia.

Las personas que, como yo, entraban en la escalera mecánica, iban hacia la derecha. Yo lo hice por la izquierda y avancé -algunos pocos- escalones abajo. Estaba cansada. Muy. Perder un subte en hora pico en una línea con demora puede resultar en sofocones ya sin el grado de humedad y calor que empeoraban esa instancia en particular. Bajé hasta toparme con una chica que iba hablando con otra. La segunda, razonablemente sobre la derecha. Delante de ellas, sólo el margen derecho estuvo ocupado por apenas unos segundos. Todos comenzaron a avanzar. Era evidente que un subte detenido estaba por irse. Quizás pequé de analista. No le di más que dos segundos a la situación. Ni bien comprendí que ninguna de las dos pensaba moverse, dije
-Permiso.
Educadamente. No con cara de perro, como había tenido todo el día. Lo sé porque puse especial atención en no dejar que todo lo demás afectara mi modo de dirigirme a una completa desconocida, cuyos placeres, miedos y sufrimientos me son insondables, por más que me resultara una cretina incivilizada en una primera impresión.

La segunda, que estaba en la derecha, reaccionó con un "dejá pasar" hacia la primera. Con una leve entonación de "uy! estamos molestando!" y se corrió un escalón hacia atrás, poniéndose a mi lado, confiando en que la otra se correría uno hacia delante y así podría yo sortearlas. Una experta en Sokoban. Una optimista. Sin embargo, en lugar de abrir el paso, la bloqueadora de escaleras se inclinó hacia mí.
-Esperá, esperá un poquito que ya llegamos.
El tono, evidente, era el de "mirá atentamente cómo no te dejo pasar". El poder. Su disfrute del poder. Me veía claramente apurada desconociendo mi motivación, me veía pidiéndole algo. Se veía a un paso de dejarme pasar. Se veía con el poder de negarme el paso. Se veía ejerciendo ese poder, y le gustaba.
Con al menos medio tramo de escalera profunda por delante, medio tramo dejado completamente vacío por quienes sabían que el subte con demora en hora pico estaba a punto de partir, el uso del imperativo -¿me acaba de decir que espere?- me motivó a pasar en diagonal entre las dos. Una maniobra, admito, muy desinteresada por su espacio personal (el del tapón humano, la genia geométrica fue respetada y todavía quisiera abrazarla). Dijo algo. Una expresión de persona ofuscada ante la falta de civilización de un otro. Quisiera recordar qué fue, pero sólo recuerdo estar diciendo
-Por la derecha te quedás quieta, por la izquierda avanzás.

Cómo hubiese querido lograr un tono soberbio. Cómo. Pero las confrontaciones no son lo mío, no tengo ejercitada la interacción con lo que internamente percibo como errado. Así que el tono, noté con espanto, salió servicial. Casi didáctico. La persona, que en ese momento hacía de tapón nuevamente a otros pasajeros imposibilitados por mi actual posición de efectuar la misma maniobra que tan bien había yo ejecutado antes, emitió una risita.

-¿Ah, sí? ¿Y dónde está escrito eso?

De algún modo, a pesar de mi auto-reprobación, el tono didáctico continuó emanando de mí a partir de la clara imagen evocada de un cartel representando una escalera con una fecha que señala el lado derecho.

-Arriba de todo. Cuando te metés en la escalera, al costado, ahí lo tenés escrito.
-¿Ah, sí?
-Sí.

En la afirmación final me pude reir un poco yo. No fue una risa soberbia. Como ya dije, no logré alcanzar ese tono en ningún momento. Me reí por lo ridículo de haber estado queriendo pasar para no perder el subte y luego quedarme a debatir normas básicas de circulación en la gran ciudad. Me reí porque lo que yo estaba haciendo ahora no tenía sentido.

Bajé los escalones que quedaban, me apuré al oír la chicharra para entrar en una puerta todavía con espacio para algún cuerpo más.
Viajé. Deseé que hubieran perdido el subte, sí. Pero no por mucho tiempo.

Como no puedo vivir situaciones levemente tensas sin que estén molestándome por horas, a veces días, intenté buscar el comportamiento básico en escaleras mecánicas con el débil flujo de datos que las compañías de celulares se empeñan en hacernos soportar. Buscaba reafirmarme, comprobar mi recuerdo sobre el cartel y la flecha. No tuve éxito. Al bajar en mi estación, inspeccioné la escalera. Ningún cartel al entrar. Raro. Durante el trayecto hacia el nivel de la boletería, otros carteles. Ninguno el de la flecha. Al tope de la escalera, me aseguré de no bloquear el paso para mirar los carteles probablemente japoneses ubicados al costado. Un escueto dibujo de dos personas, una al lado de la otra, y una equis encima de una. Una equis sobre la que parecía estar levantando una pierna.

Angustia.
Desconcierto.
Terror.
¿Puede ser?
Dudé por tres cuadras, hasta llegar a mi casa, los principios básicos de la civilización.
Busqué el cartel con la flecha en internet. No lo encontré. Sí encontré, en cambio, uno de los que había visto sin lograr entenderlo en el trayecto de la escalera al salir del andén.

El cartel, mostrando a una persona caída en los escalones, advierte debajo: NO CORRA NI CAMINE EN LA ESCALERA.

Las normas de precaución son, específicamente, contrarias a las que creía de circulación.
No pude creerlo. No puedo creerlo.
La angustia, culpa y vergüenza por haberle dicho a una persona desconocida algo no-cierto me aplastaron.

Soy exagerada con estas cuestiones. Me lo han dicho. Las personas argumentan falsedades para salir del paso usualmente. Suelo tener incómodas discusiones intentando explicar lo repudiable que dicho comportamiento me resulta y la culpa que me genera caer en eso aunque sea de modo inadvertido. Jamás lo logré. No creo estar lográndolo ahora.

De todos modos, tengo la apesadumbrante certeza de que esto me va a tener mal por días.

Necesito encontrar a la chica a la que le mentí. Necesito disculparme por haberle dicho una mentira, aunque haya estado convencida de su veracidad. Necesito decirle algo sobre las normas de la costumbre, algo sobre mirar a su alrededor más que buscar retazos legalizados de reglas para ser persona. Pero más que eso necesito decirle que no es cierto lo que aseguré. Necesito encontrarla y decirle que no, que no está escrito, que lo que está escrito es exactamente lo contrario. Necesito decirle que tenía razón. Necesito dejarle muy en claro que yo me equivocaba. Sobre todo necesito sincerarme. Necesito aclararle que un mundo en el que gente como ella es quien tiene razón, es un mundo en el que yo no quiero vivir.